lunes, 23 de diciembre de 2013

Pese al desangre.

Que se junten de puntillas las baldosas
bajo los nardos aceitunados de tus ojos.

Que se deshaga en latidos el tiempo
entre la espuma de oro derramada por tu espalda,
toda la tuya espalda.

Que la sangre salpique de lenguas
lo que tus venas no bebieron en la cuna
y nazcan de tus dedos las gaviotas más libres
que puedan asesinar a los peces inocentes.

Un velo de estrellas nos mira esta noche
desde las aristas de los sueños,
mientras el balcón se llena de hojas muertas,
muertas como las macetas boca abajo de nuestras manos.

Tú lo miras, al velo, ensimismado en la superficie,
en la silueta del olvido por encima de su vientre,
y lo saludas como se dice adiós a un hermano:
con la mano dejando escapar el aire que aprisiona los recuerdos.

Yo huyo de la oscuridad sin ti,
es decir, intento correr lejos de mí misma
y perderme por las calles que susurren tu presencia,
porque ya no quiero más inercia que la de mi gravedad
sobre la tuya
y no sé cómo sostenerla.

Tampoco sé si sabes que los puentes ríen porque la dulce agua que los acuna
no cesa de parpadear por entre sus dedos,
de ahí que ellos levanten mi falda
cada vez que te saco de mi mente
y les muestro tu rostro en mis rodillas.

Se parecen a ti, ¿sabes?
A los puentes me refiero.
Tienen ese toque amargo como de canela humeante,
rebosantes de utopías y frascos de mariposas que me golpean,
un cóctel que murmura versos y canciones
de sombra y destello;
aún no te he conocido y ya olfateo
tus huellas marcando mi cuello.

Que la marea te coja sobre sus hombros,
como el niño que fuiste,
y te lleve a ver el Sol desde su nuca;
cuentan que si alborotas sus cabellos
te tumba la tormenta de truenos más bella
de toda la ciudad submarina.

Que la Luna duerma sobre tus piernas
de tronco bebido por las orillas del bosque
pero no despierte,
por si al abrir los ojos quiere devorarte
con sus dientes de claveles disecados
y yo no esté junto a ti para que mis pupilas
lo hagan primero.

Que mi vigilia sea tu alma en la penumbra del cielo rasgado
por las promesas que encadenaron a mi garganta,
tiempo atrás, cuando el mundo era un garabato
que jugaba al escondite con mis pulsaciones.

La tinta que te derramo intenta arrullarte
en mil hojas de plata,
cortantes y extrovertidas
como las gotas de sal que entran en una herida,
en una llaga que pronuncia tu ausencia;
la clave es el yodo que la cura
a pesar del dolor.

El dolor es lo que siempre recordarás
a pesar de los chasquidos de mandíbulas
que hayas sumado, ¿lo sabías?
Supongo que sí,
al fin y al cabo
eres mientras yo
no soy poco a poco.

El autobús que relincha a dos parpadeos alejado de mí
me llama como repiqueteando la lluvia en mi frente,
una y otra vez,
pero yo sigo aquí,
desgastando lo desgastado en masticar y tragar
un litro de saliva al imaginarte lejano
como ese reloj bailando en tu muñeca cada vez que me mirabas
con el filo de tus ojos.

El reloj es el único ser vivo
que merece la pena de muerte.

¿Cuál era tu nombre?
Las aureolas que se formaban por entre tus rizos
intentaron decírmelo;
fue en vano.

Estuve esperando media eternidad a que pisaras mi costado
y comieras de mi pecho cada vez
que quisieras abrigarte de lo amargo;
giraste tus pisadas de manecilla
y el viento sorbió mis ansias ya marchitas,
sin embargo.

Que la duda no te abrace por la espalda
antes de que yo lo haga,
de lo contrario
tendré que matarla.

Prefiero una cuchilla a la mediocre pistola,
deja escozor en los labios y en la punta del recuerdo;
creo que se asemeja a ti.

Que tu barba no dibuje estelas en otros cuerpos
cuando la vida gire mi espejo
para no verme temblar de celos,
de miedos,
de garras que me interroguen y saquen de mi centro
la estúpida historia del pozo sin suerte.

Es una noche preciosa para caer muertos de vida,
¿sabías?
Bailando al ritmo de tu iris verde,
verde sangre que por mí circula
creando espirales de huérfano deseo.

Espero que tu voz de velero llegue pronto
al puerto de mis besos
para poder sacudirte, así, todas las anarquías que meza
tu eterna caricia de ángel de fuego.

Mientras tanto,
y pese al desangre,
seguiré soñando abrazada a la figura insomne
de tu nebulosa.

domingo, 22 de diciembre de 2013

En vela

Bajo las sábanas oigo unos pasos rondando el vacío
de unas paredes raquíticas de nostalgia
y me congelo en cristales cuando duermen
las huellas en mis brazos.

Suenan a humo, los pasos, a humo apelmazado
en los cabellos del tiempo;
perdidos en las sombras que acechan,
que miran hueco,
que lloran,
que olvidan.

Me encierro dentro de mi pecho
pero el zumbido no abandona,
gira por mis rizos y se me cuelga de las miradas,
como si por jugar a no tener vértigo
fuera a ser eterno.

Levanto una mano intentando rozar el cielo de cemento
y mi cuerpo se abre en palabras de fuego,
pero ninguna logra salvarse de la noche
que acaricia, serena, mi espalda.

Los pasos siguen adentrándose en mis venas
sin compensar los besos de menos en los costados del alma;
se me fracturan los hombros de sujetar las lágrimas no derramadas,
los roces huérfanos de piel,
las bocas mudas en los rincones de mis piernas.

El centro del colchón comienza a vomitar alas sin nombre,
los pasos se aceleran,
las pupilas afilan las uñas,
la madera es una mancha desprovista de escrúpulos
que baila a la velocidad que se ciegan mis oídos,
y solo el eco dormido junto a mí
fue capaz de salir ileso de aquel surco de tinta que comía
de mis manos:
una jaula hecha de suelas desgastadas de unos pies descalzos.

Los míos.
Eran los míos.
Lo supe cuando se me cerraron los ojos
y el caleidoscopio de sonidos apagó todos sus colores
en un chasquido voraz.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La eterna sonrisa de la guerrera.

Tenía un gusto a almendra en los ojos,
chocándole sus venas con las sombras
que perseguían sus canas.

Un gusto amargo, pero ácido y melancólico,
como una hoja que se deja sacar a bailar por el viento
y después cae rendida al fuego sediento de vida.

No sé cómo explicarlo exactamente
porque sus pupilas eran la llave que cerraba
las ventanas ante el frío,
protegiendo el amor de los cuerpos en su regazo
aun cuando el hierro se vencía con cada nevada.

Tenía unas manos que abarcaban el mundo entero,
-o al menos el mío-
y lo zarandeaba suavemente al ritmo de sus escasos latidos,
acunándolo para curarle de todos sus monstruos.

Siempre el reloj enroscado en su muñeca
y despojos de ramas secas sobre las rodillas;
nidos de cuco en las pestañas
que cantaban a los recuerdos dormidos.

Fue un ciervo huyendo de las cavernas
sabiendo que pronto comería
en alguna de ellas;
caballo desbocado oscuridad dentro
cuando todas las respiraciones
se derrotaban en espirales rojas.

Pero eterno pétalo que volaba
a pesar de los temblores nacientes
de sus tímidos filamentos;
pluma encontrada en mitad del oleaje
entre estrellas sostenidas y bastantes bemoles;
suave pez que esquivaba
cada ancla divina.

Tocó la tierra con sus dedos en un último intento
por sonreír,
y la primavera marchitó sus flores
porque jamás serían capaz de igualarla.

La espada que blandió cuando la luz sentía en blanco y negro
reposó su cabecita rizada
junto a las almendras de sus ojos,
y juntas desplegaron las alas.

El cielo tiene que intentar ahora ser tan grande
como lo fueron sus manos.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Epitafio

Por extensa que sea la fiebre
el ciervo acabará por romper su cornamenta
contra la corteza del hastío.

Otros callarán sus nombres
bajo patas de un azul débil
mientras fingen oír a los pájaros
                                                    [inertes]
de sus vientres.

Los cuernos caerán
rodando por laderas de pétalos amarillos
como las alas de todas las sonrisas congeladas.

Las voces rebotarán entre las costillas
abriéndose paso el hambre
de carne vibrante
                                                      [el eco en sus frentes].

En las fronteras,
hojas y rocas se desnudarán de tacto,
de piel,
de corazas.

En las orillas,
un canto suave se enredará
con los cabellos de un ángel.

Y de los párpados nacerá la luz de una nueva fiebre,
viajando sobre espaldas de cieno que, temblorosas,
arrojarán flores al pasado
desde la cúpula olvidada de vértigo.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Echar abajo la casa.

Por entre los dedos vuelan los segundos soñando nacer
en las hojas en blanco.
Entre los párpados se graban las palabras que no salieron
del pecho del estómago
las ventanas...
Los espasmos de amor ya no habitan
ni siquiera bajo las sábanas
ha llegado el invierno y con él
la espera la inexactitud
de la espalda mojada en versos
el filo de la espada contagiada por el óxido
que bien podrían ser lo mismo
si fuéramos más de nosotros.
La ducha se ha atascado.
Las promesas rebosan un fregadero que ya no quiere
ni sentir los platos.
Se derraman las lámparas
la luz baila en los balcones con las flores sin pistilos
porque se los han arrancado a fandangos.
El aire huele a duda
a orina
a humedad en la mirada.
De comer fresa, ácida como nuestros labios
que son los de todos los niños agujereados por mariposas.
Muertos en la piel
con el rostro transparente de tanto lamerlo.
Las mejillas maquillan los besos desnudos
cuando los labios se interrogan entre el norte o el sur.
¿Hacia dónde?
Por entre los dedos se nos van formando en las muñecas
soldados de arena roja.
No sé la cantidad en la que nos herimos.
Ya no recuerdo más que nuestros cabellos por el tejado,
repleto de gatos todos ellos Saturno
cuando nos miran al alma.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Todos somos

Enamorado del alma de las amapolas,
un ciego en el borde de un balcón
habla con sus manos marchitas
de tanto ver la vida.

Frágil el balcón que con su falda
llueve sobre las amapolas,
otoñecidas flores por la pena encogida
en un bastón que tirita.

El hierro se oxida creando arabescos
en torno al ciego que contempla
su rostro
sobre los ojos de pétalo
como boca de lobo.

Una brisa cruza su mundo
envuelta en arrugas;
el ciego
el balcón
las amapolas
ya dejan de llorarse en las sombras.

Fui mi espejo

Entorné mis ojos hacia el subsuelo.
Un hogar de araña palpaba las paredes
con gritos de tela
que se deshacían en suspiros de pólvora.
El Sol mecía una cuna de ausencia
con la sonrisa gris
del mudo por amor.
Giré los pies hacia el pasado.
Vi un rostro de nadie
con la boca desencajada
en un frío seco.
Detrás de esos labios firmados con tinta
se acurrucaba desnuda una mirada de narciso.
Se retorcían sus pétalos
a cada trazo de Luna
que iba congelando sus bordes.
Arqueados sus párpados,
a juego perdido con su espalda,
se dibujaban las nubes de cieno de su frente.
Una frente
aullido sin tormenta
capaz de cruzar cualquier mar
sobre su vacío más punzante.
Levanté las manos hacia el hueco
que habitaban unas huellas
ya no tan mías
y mi sueño se enredó
en la silueta que me esperaba al otro lado
de mis pasos.
El rostro afiló sus colmillos,
guió sus pies hacia el ahora
y cayó entre nosotros
un rastro de narciso ahogado en puntos suspensivos...